El día que conocí a Christine fue un día mágico.
Me sentía desarraigada y destrozada por la reciente muerte de mi padre, allá en Alemania,después de que luchase como un quijote contra el cáncer.
Hace años que por motivos económicos y geográficos, ya que vivo en una isla y es imposible llegar a Alemania haciendo autoestop, no he podido ir a visitarle, ni cuidarlo. La mala conciencia y los remordimientos por haber sido una hija nefasta me carcomían por dentro.
Al poco tiempo, a través de una amiga me surgió la oportunidad de atender a una
nonagenaria alemana, que llevaba tres décadas viviendo en Tenerife pero no entendía mucho el español y necesitaba una mujer bilingüe, para ayudarla a asearse y vestirse,
preparar su comida, darle su medicina, hacerle compañía y traducir a la doctora.
El día que conocí a Christine fue un día mágico. Me encontré a una elegante dama, vestida de rojo, con las uñas y los labios pintados a juego. Su mirada azul, clara y limpia. Sus manos temblorosas aún daban cuerda a un antiguo reloj de péndulo, cuyo perfecto mecanismo se podía observar a través de una urna de cristal. Mi abuela paterna también había conservado un reloj parecido a ese, así como su antigua radio y su colección de molinillos de café.
En el patio interior de la casa de Christine había una tabla de lavar, donde me imaginaba a la abuela lavando sus prendas delicadas. Entrar en la casa y en la vida de Christine fue como entrar en la máquina del tiempo y sentir como si me la enviará mi querida abuela Else, que en mis recuerdos nunca se murió.
Conocer a Christine fue recordar canciones infantiles, oler a gofres y polvos de talco, revivir la infancia dónde mi “Oma” (abuela en alemán) era mi heroína de todos los cuentos con los que nos obsequiaba cada noche, a mi hermano Micha y a mí. La recuerdo también como una gran jardinera, que ganó varios
premios por el jardín más bello del vecindario. Mi abuela, siendo ya muy mayor y enferma, aún se iba a manifestaciones por la paz, como cuando pasó la guerra de Irak. Siempre estuve muy orgullosa de mi abuela. La quería con locura. Poco antes de irse de este mundo, saco su viejo álbum de fotos, dónde casualmente había encontrado una foto del “Führer”, un monstruo cuyo nombre no quería mencionar y la arrojó al fuego de la chimenea. “¡Ojalá te quemes en el infierno!”, murmuraba apretando los dientes. Ella me había transmitido por medio de muchas anécdotas en las que me contaba sus vivencias de
la Alemania nazi, el terrible horror que habían sufrido en aquellos tiempos oscuros.Tanto que todo quedó tan vivo en mi memoria, como si yo también hubiese estado ahí,cuando fueron los de la SS al sótano, dónde estaban escondidos, muertos de miedo, los vecinos judíos de mi Oma, para sacarlos de allí a rastras y a golpes. Ya se sabía que“Ausschwitz” no era un centro de trabajo, sino un terrorífico lugar de exterminio de millones de seres humanos. Menudo legado monstruoso nuestra historia, me pone enferma de pensarlo.
Christine también me contaba como aguantó en una ciudad sitiada y bombardeada. Cómo sobrevivió al hambre y al terror, como incluso ahora, casi ochenta años después de la guerra, se asustaba y se le encogía todo el cuerpo cuando sonaba alguna sirena en la lejanía.
Su figura frágil y encorvada arrastraba los pies lentamente, por el peso de sus casi cien años en la espalda, pero su mente seguía brillante. Ella había sido secretaria en una gran multinacional y la pensión que cobraba en España le permitía una vida desahogada. Me recordaba a otra anciana desamparada que fue mí vecina en Alemania cuando era una adolescente y a la que nunca visitaba nadie. Me daba mucha pena y me llamaba para ayudarla a abrir sus latas de ravioli, menú exclusivo de la viejecita. Su casa olía a rancio y de ella emanaba olor a orina y falta total de higiene, que daba nauseas. Un día me pidió
el favor de cortarla sus uñas enroscadas, ya que ella no se podía agachar. “No se puede hacer una tan vieja…” me decía con su boca desdentada. El día que me la encontré muerta si empezaron a desfilar algunos parientes, pero la pobre no tenía nada para dejarles en herencia y me alegré, ya que no se merecían nada. Me asustaba pensar que de vieja podría terminar así, olvidada y abandonada a mi suerte. Estar sola en casa, caer y romper la cadera y morir lentamente deshidratada.
Mientras las agujas del reloj marcaban implacables los segundos, la privilegiada memoria de Christine seguía fresca e intacta y compartía conmigo los recuerdos de una vida intensa y nada convencional.
Superviviente del bombardeo de su ciudad natal, Colonia, en la segunda guerra mundial,el destino quiso que mi familia también procediese de esa zona de Alemania y poder hablar en nuestro dialecto nos conectó al instante, como si un gallego se encuentra a otro en Alemania. Teníamos mucho en común a pesar de los cincuenta años de diferencia y nos contábamos historias sobre la Alemania nazi, tiempos que vivió igualmente mi abuela y de los que siempre me había hablado, para que no se olvide y no se repita, como me decía ella, esta horrible historia de destrucción y muerte.
Mi abuela me contó que cuando bombardearon Colonia, su hermano Jacob, su mujer Ruth y sus dos hijos pequeños murieron por culpa de la onda expansiva, sentados alrededor de la mesa de Navidad, reventados por dentro. Me explicó que yo no conocía a mi abuelo, porque cayó herido de muerte en Ucrania y la dejó sola con dos niños pequeños en un país devastado por el terror de la guerra.
Oma Else y Christine tenían mucho en común, salvo que el primer marido y padre de los hijos de Christine, no murió en la guerra, sino que ella le dio pasaporte por mujeriego y egoísta. Ella era una mujer valiente y orgullosa. Nuestras abuelas siempre lucharon por ser independientes, trabajando para criar a los hijos sin apoyo de los padres. Vidas duras que curtieron un carácter que se mantuvo aún más bondadoso, fuerte e inquebrantable, cuantas más penurias tuvieron que pasar. Mujeres que lo dieron todo por proteger a su
familia y sobrevivir con esfuerzo, abnegación, imaginación y creatividad a los tiempos de hambruna, violencia y fascismo.
Las gentes de nuestro pueblo de Colonia compiten en sus fiestas de carnaval con el de Tenerife, Brasil o Venecia, ya que tienen una larga tradición en celebrar esta fiesta pagana medieval, como lo viven en las fiestas de las fallas de Valencia, que aprovechan la ocasión para meterse con los mandamases del mundo, de manera satírica, con este humor especial de la gente llana, campechana y fiestera. Yo admiraba a Christine y siempre había adorado a mi abuela Else y aquel humor especial que tienen los alemanes de la región de “Kölle”.
Cuando cuidaba a Christine solíamos salir todas las mañanas a compartir el desayuno con los gekos (perenquenes) en el jardín. Espantábamos a los gatos que se colaban, paraproteger a los gekos y las lagartijas, que ya nos conocían y nos comían de la mano.
A ella le encantaba sentir el sol en la piel y en sus viejos huesos y disfrutaba de la brisa que le acariciaba el pelo. Su rostro conservaba aun la belleza de antaño y sus labios atesoraban la sonrisa traviesa de cuando era una niña, que al igual que yo perdió a sumadre cuando era muy pequeña. Con el día a día nuestra relación se hizo más familiar y nuestra amistad más cómplice.
Le regaba las flores del jardín y plantaba en secreto semillas de pensamientos, alegrías de la casa y nomeolvides; así ella se fue llevando muchas sorpresas en su hermoso jardín, descubriendo una solitaria flor, que florecía de repente como por arte de magia. Cada día brotaban nuevas flores, para asombro de la abuelita.
Mi absoluta prioridad era que ella en cada momento disfrutara del tiempo que le
quedaba y con los mejores cuidados que yo le podía ofrecer.
Christine y yo gozábamos mucho de su jardín, que albergaba gran variedad de rosas,cactus, margaritas, jazmín, lavanda, plataneras y los inevitables enanitos del jardín, hadas y brujas, que le daba un toque a cuento infantil, de un lugar misterioso y mágico, cuyos altos muros impedirían que entrase la desgracia. Pero la desgracia aparece y el tiempo se acaba y llega el momento que vives solo de tus recuerdos, acompañada por el tic tac, el sonido del reloj de la pared en la habitación, dónde ella pasaba muchas horas a solas con sus pensamientos.
La señora Christine estaba triste y abatida porque el gran amor de su vida, su segundo marido, estaba muy grave ingresado en el hospital y ella no podía
visitarle. Era el quien siempre la estuvo cuidando como una reina, con todo su cariño, hasta este instante. Ella lloraba su ausencia en silencio, rezando, aunque era atea, para que volviera pronto a sus brazos. Llevaban cincuenta años de feliz matrimonio, como me contaba ella, con un brillo especial en los ojos. Wilhelm era veinte años más joven que su mujer, setenta y siete abriles, la misma edad que mi padre cuando falleció. Intentaba calmarla diciéndole que en breve saldría del hospital para celebrar el cumpleaños con su compañero de vida; pero en esta ocasión ella presentía que su esposo no volvería a casa.
Me imaginaba el escándalo que se montó en aquellos tiempos en Alemania, si una mujer de cuarenta años se casaba con un amigo de su hijo veinteañero.
Y eso que el divorcio ya estaba en vigor en los años setenta en Alemania, no como en España que se legalizó a principios de los años ochenta. Se suponía una sociedad más avanzada y moderna que la española, pero el machismo y la intolerancia por desgracia siguen vigentes también en el resto de Europa.
Al cabo de un mes llegó la demoledora noticia. Su marido había muerto.
Las dos intentamos consolarnos mutuamente y las dos agradecimos a la vida tener el placer de haber llegado a conocernos. La salud de la anciana poco a poco se resentía, pero su médica de cabecera no se dignaba a acudir a mis llamadas para visitar a su paciente. En dos ocasiones llamé por teléfono para pedir una ambulancia y tampoco accedieron a venir cuando sangraba abundantemente de una escara en la espalda. Le subió la fiebre a casi cuarenta grados y cuando después de semanas por fin vino la enfermera con la médica, la escuché decir que Christine se estaba muriendo. Se me congeló el corazón al pensar que
ella también había escuchado las palabras de la doctora y me tambaleé.
Pidieron una ambulancia y acompañé a mi amiga hasta el hospital.
Ella era consciente de todo y sentía mucho miedo. La tranquilizaba cogiendo su mano y le mojaba sus labios resecos. “Tranquila, -le decía-, en unos días estarás de vuelta en tu jardín, regamos las flores y arrancamos las malas hierbas. Tomaremos el sol observando las lagartijas.Verás cómo pronto estarás mejor”.
El médico de turno me apartó para decirme que no le iban a dar ningún tratamiento de antibióticos para curarle una infección pulmonar que había contraído, sino sólo morfina para paliar su sufrimiento hasta que le llegará su último minuto. Me quedé helada y de piedra. “¿Eutanasia?”, le pregunté al médico que jugaba a ser Dios.
Hace unos años que ella se había puesto enferma y los “matasanos” le habían dado solo dos meses de vida, como llegaron a decir a su marido: “Háganse a la idea que su mujer no llega a la próxima Navidad”. Al pobre hombre casi le da un infarto. Christine les mostró que no siempre los expertos de la medicina tienen razón, ella era terca y de carácter muy fuerte y con muchas ganas de vivir, a pesar de todo.
Le presenté al médico, “Mira Christine, que médico más guapo tienes.” Parecía
realmente un personaje salido de esas telenovelas suramericanas. Moreno, cuerpazo y amplia sonrisa. Ella le miró, arqueó las cejas y sonrió afirmativa: “Ja, ja”, contestó en alemán, que significa “Sí, sí”. No sabía que el acababa de decidir su muerte, aunque quizás sí era lo mejor para ella.
Dos días después llamó la médica de cabecera para interesarse por la anciana, a lo que le contesté que a buenas horas se preocupaba. “Bueno, me decía, avísenme cuando vuelva a casa”. “Sabe de sobra que ella no va a volver a casa”, atiné a decirle con un hilo de voz y le colgué indignada.
Me pareció el colmo del cinismo.
Sí, ella vivió noventa y siete años y siempre había afirmado que llegaría a los cien, pero alguien que la vio unos minutos y no la conocía de nada, tomó esta decisión por ella, sin consultarle ni siquiera si quería seguir luchando o si se quería ir. Estuve a su lado los tres siguientes días, mientras agonizaba drogada, preguntándome porque no le daban ya una dosis definitiva. Me parecía absurdo, pero la eutanasia seguía siendo un tema tabú en nuestra sociedad.
Ella tenía todo dispuesto para donar su cuerpo a la ciencia en un acto de última voluntad una vez llegará el momento de partir al otro lado y a mí me consolaba pensar que pronto estaría en su jardín, con su gran amor, libre de dolores, para siempre. Le apretaba la mano y le susurraba al oído, que ya pronto estaría con su gran amor en el jardín mágico, dónde se había creado un manto de florecitas blancas.
Se me encogía el corazón al verla tan frágil e indefensa. La verdad es que llegué a sentir un cariño muy especial por esta valiente mujer, que mostró tanta fuerza de voluntad y que me brindó infinidad de consejos sabios para cualquier situación.
Era una adorable abuela, una persona encantadora y coqueta, cuya compañía era bálsamo para mi alma herida. Cuando me daba las gracias por cuidarla tan bien, yo le respondía siempre que ella me ayudaba mucho más. Me gustaba cuidar de ella, aliviar su dolorido cuerpo y su delicada piel con masajes de Aloe Vera.
Ella había llegado a tan avanzada edad con sus capacidades intelectuales intactas,
resolviendo crucigramas sin usar gafas y su dentadura natural al completo. Toda la vida tuvo una salud de hierro y nunca antes había tomado ninguna pastilla, hasta que la atiborraron de píldoras de todos los colores. Siempre tuvo miedo de terminar en un asilo para mayores, dónde temía que la iban a tratar como una demente o una cría chica que ya no tenía ni voz ni voto.
Ella tenía muy claro que quería morir en su casa. No pudo ser, la llevaron a la última habitación del pasillo de un ala olvidado del hospital, esperando que su cama pronto quedase libre, para el siguiente moribundo.
Cuando el doctor fue a su habitación para subir la dosis de la morfina, se encontró de manera inexplicable a un geko posado en el pecho de la anciana.
A las tres de la tarde en punto, una repentina ráfaga de aire rompió el cristal de la ventana de mi salón y el antiguo reloj de péndulo de Christine dejó de marcar los segundos y se paró.
Ella dejó de respirar en ese mismo instante y en mi cabeza resonaba por última vez clara y nítida, su voz, diciéndome “Niña… he vuelto a mi jardín”.
viernes, 12 de octubre de 2018
lunes, 19 de febrero de 2007
Antroxu 2007: PREPARATIVOS CARROZA
Antroxu 2007: MÁSCARAS Y DISFRACES
miércoles, 27 de diciembre de 2006
PRESENTACIÓN: Nuestro límite es tu imaginación
La A C Trazos cuenta con una sólida trayectoria en materia de organización y producción de eventos, realización de decorados de todo tipo, arte efímero, diseño y gestión de actividades de ocio...
Un completo equipo de profesionales, con muchos años de experiencia en el sector, permite dar respuesta a las variadas necesidades que implica la organización integral de un evento.
Eventos como la Semana Negra de Gijón, la AsturParty, el Mercado Ecológico y Artesano, las Jornadas del Cómic Villa de Avilés, el Festival del Aprendizaje... han sido, en distintas ediciones, una buena muestra de la labor desarrollada desde la A C Trazos.
Son muchos los clientes privados y organismos oficiales que, a lo largo de estos años, han confiado en nosotros.
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